DIARIO DEL ALTOARAGÓN
especial San Lorenzo, miercoles, 10 de agosto del 2011
Por J. Mariano Seral
RECUERDOS DE UN LABRADOR
 
Acogedores pueblecitos cuyas viviendas ornamentadas con trillos restaurados, hoces y dallas de filo bruñido, “fencejos” de esparto, “forcas”, ….nos hablan de su historia, de sus raíces, alimentando la voracidad insaciable de los recuerdos de antaño. Aperos que eran imprescindibles en la década de los años 30, aunque como dicen las personas mayores con tono un tanto socarrón “mucho ha llovido desde entonces”. Los zagales de aquella época jornada tras jornada fueron adquiriendo los conocimientos del oficio de labrador de la mano de sus familiares en la dura escuela de la vida. Esas misma personas hoy octogenarias miran con añoranza hacia atrás habiendo visto como se pasaba de la tozudez del mulo al confort del tractor, de la simpleza de la hoz a la sofisticación mecánica y electrónica de la cosechadora, del “fencejo” de esparto a la empacadora, del eco metálico del “jadico” en el huerto maigando, al estruendo del motor del motocultor, del bruñido filo de la “estral” al motosierra. Recordando con añoranza la dureza de aquellas interminables jornadas bajo el rusiente sol del mediodía que curtía la piel en la temporada de la siega en el mes de julio, todo un contraste comparándolo con el confort que ofrecen a fecha de hoy las modernas cosechadoras.
Eran tiempos duros, en los cuales la fuerza de tracción animal y humana servían para impulsar los rudimentarios aperos y artilugios de aquella época, por si fuera poco algún que otro año la meteorología no acompañaba, años de pertinaz sequía, inesperadas pedregadas que arrasaban todo allí por donde pasaban, lluvias a destiempo….. dando lugar a malas cosechas, años que quedaron troquelados en la memoria como: “de vacas flacas”, de escasez. (Aunque a juzgar por los tiempos que corren en la actualidad bien podríamos hacer un símil y afirmar que atravesamos un periodo de “vacas flacas”).
Cuando rayaba el alba había que estar en el tajo con el apero en las encallecidas manos, para ganarse el pan de cada día con el sudor de la frente. Los zagales en los mejores de los casos compaginaban la escuela, eso si aprendiendo las cuatro reglas, con el apoyo en las faenas del campo y de la casa, contribuyendo de este modo en las maltrechas economías familiares. En más de una ocasión me ha sorprendido ver como alguna de estas personas tiene más valores que otras que en la actualidad han cursado estudios superiores, quizás tantos años de estudio les ha confundido y han olvidado reglas tan obvias como saber diferenciar lo que está bien de lo que está mal.
Para todos los miembros de la familia había alguna tarea que realizar nunca faltaba trabajo, en la casa desde el hecho de tener que ir a buscar el agua a la fuente, con la mula colocando los cantaros en las algaderas, o hacer la colada, si el pueblo no disponía de lavadero se iba al río o a algún arroyo próximo, en algunas ocasiones después de lavar se tendía la ropa en el campo para que se secase y luego pesase menos a la hora de llevarla de nuevo a casa. También era curioso la utilidad que tenía la ceniza, para blanquear la ropa, en un cuezo se colocaban las sabanas de cáñamo, en la parte superior en un trapo haciendo las funciones de cedazo se depositaban las cenizas, posteriormente se iba echando agua caliente sobre estas, blanqueando de este modo las sabanas. O el jabón que se hacía con el aceite sobrante de cocinar y grasas.
El calendario del labrador estaba repleto de actividades. Iniciando el año con la misma faena con la que lo finalizaba, la recogida de la oliva, a golpe de “gayata”, sufriendo las gélidas temperaturas invernales. Uno de los trabajos que realizaba con más alegría era la siega, segar con la hoz y zoqueta en mano, o con la dalla bajo el rusiente sol, hacer las gavillas con la mies. Los fajos se ataban con “fencejos” de esparto y con estos se hacían las fajinas, hasta el momento en que se acarreaban con carros a la era para la trilla, esos carros cuyas ruedas han dejado troqueladas sus huellas en los estratos de roca arenisca. La era había que prepararla, compactarla con los pétreos rodillos troncocónicos, todavía en muchas de estas eras podemos verlos como reseña histórica, posteriormente se deshacían los fajos y se extendían con la ayuda de una horca, a continuación se pasaba con el trillo tirado por tracción animal para desgranar las espigas. Seguidamente había que separar el valioso grano de la paja, para lo cual eran buenos los días que soplaba un poco de viento, con la horca se lanzaba la paja con el grano al aire, el viento se llevaba unos metros la paja y dejaba el preciado grano al pie, posteriormente el proceso se repetía con la pala, hasta que finalmente se pasaba por la criba.
Durante la época de la siega se podía escuchar el eco metálico afilando la dalla:
la cual se componía de una hoja, y un mango tradicionalmente de madera. La hoja debía tener buen filo, para ello lo primero que había que hacer era picarla. Para lo cual se utilizaba la inclusa, se clavaba en el suelo, martilleando en los salientes que lleva a media altura. Era conveniente dejar la hoja de la dalla calentar al sol, una vez caliente se colocaba la hoja en la parte superior de la inclusa, y se iba martilleando con golpes secos recorriendo todo el filo de la hoja, repitiendo el proceso las veces que fuera necesario hasta conseguir un buen corte. Una vez que dicha hoja estaba afilada se comenzaba a dallar, llevando la hoja paralela al terreno, a uno o dos centímetros, con la mano derecha se llevaba el nivel de corte, y con la izquierda se tiraba hacia la derecha acompañando con un giro de tronco, el movimiento debía de realizarse con energía. Si el tajo estaba lejos de casa no era de extrañar que los segadores se quedasen a dormir en el propio campo.
Pero para segar había primero que labrar y sembrar, el arado de la tierra se realizaba con bueyes, y con mulos, estos últimos hacían que la labor se realizase de forma más rápida.
Las mulas eran el medio de tracción y que era menester cuidar, en tiempo de labranza había que darles pienso un par de veces por la noche para que repusiesen fuerzas, durante el día cuando se estaba lejos de casa se improvisaban pequeños pesebres en el campo. Si había que comprar alguna caballería se bajaba a Huesca en el mes de noviembre para la feria de San Andrés.
Al labrar, era conveniente llevar el surco recto como muestra de buena maña, para lo cual se tomaba un punto lejano como referencia, primero se sacaba el rincón, en ocasiones si el terreno estaba seco a la reja le costaba entrar y era necesario esperar a las lluvias para que hubiese tempero. Si la mula era guita había que amansarla. De vez en cuando había que llevar la reja a la herrería para aluciarla. La tierra se dejaba descansar un año, y era para abril y mayo cuando se realizaba la tarea del arado. Como abono se utilizaba el estiércol tanto de las ovejas como de las caballerías y los restos de la maleza que resultaban de limpiar acequias márgenes que se dejaban secar, luego se cubrían con tierra y después se prendía fuego, había que dar una buena femada al campo. La siembra se realizaba entre finales de octubre y noviembre, eso si había que evitar la luna cuquera. Se atablaba la tierra para deshacer los torrocos luego se sembraba a voleo, a continuación se pasaba la grada y nuevamente el tablón, si el año era seco era preciso “estorrocar” con un mazo de madera. Junto a la buena semilla también surgían las malas hierbas que medraban con mayor vigorosidad, que era necesario arrancarlas a golpe de “jadico”, había que escardar.
Una faena que se dejaba para los meses de invierno era preparar la leña para el año siguiente, esta actividad requería bastante trabajo, por lo cual siempre se decía que haciendo leña te calentabas dos veces, una cortándola y otra en la cadiera del hogar, aunque esta última siempre más agradable, recibir el calor de la lumbre escuchando el crepitar, contemplando la trémula llama. Las carrascas, cajicos, etc, se cortaban con la estral, y si el diámetro era mayor con el tronzador. Los troncos se troceaban con el tronzador, posteriormente si era menester rajarlos por su grosor se utilizaba la “estral” o con la ayuda de alguna falca. Luego la leña era transportada con los carros hasta las viviendas donde se almacenaba con la finalidad de asegurar un invierno calido aunque los termómetros bajasen bajo cero y la nieve cubriese con un manto blanco los pequeños pueblecitos. En alguna ocasión incluso si la masa forestal era abundante se hacía alguna cabera para obtener carbón vegetal. Con las ramas se hacían pequeños fajos que se utilizaban para encender el hogar almacenándose en la sarmentera, o bien se vendían a las tejerías para alcanzar una buena temperatura en los hornos de cocción.
La suave brisa mece las doradas espigas, en el semblante del labrador se esboza una sonrisa, entona un alegre cántico por la fructífera cosecha, días de alegría, días de siega, va y viene la dalla cortando la mies, van y vienen los fatigados brazos recogiendo las gavillas, rostros atezados por las largas jornadas bajo el dorado sol, mulas negras como el azabache que tiran de los pesados carros, huellas de carros en los caminos, huellas de herraduras en los campos, huellas de abarcas en las eras, labrador que derrama lágrimas ante la pertinaz sequía, que mira al cielo rogando lluvias, labrador que admira como el verde de los sembrados se torna en dorado de las espigas, que trilla la pallada en la era dando vueltas y vueltas desgranando las espigas, labrador que entona una alegre melodía llenando las talegas de dorado trigo, que contempla los tonos rojizos del amanecer en el horizonte, labrador que década tras década pinta el paisaje agrícola con sus cultivos……
No puedo terminar este artículo sin expresar mi agradecimiento a mis padres José y Ascensión sin cuya colaboración no hubiese sido posible escribir este artículo: “recuerdos de un labrador”.

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